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MOISÉS ASÍS
(2017.07.19)
Hacía varios días que no lograba dormir hasta el mediodía, como era su costumbre. Tras beber con amigos por las noches, se acostaba tarde y los padres le dejaban preparado el desayuno cuando ambos se iban a trabajar, pero en realidad el café con crema le servía de entrante o de postre con el almuerzo.
Felipiño le decían, pero su nombre real era Mario F. Hämäläinen, una extraña combinación de nombres latinos y apellido finés, y en realidad ese apellido lo escogió el día que se juramentó como ciudadano de EE.UU. para parecer exótico. Estaba muy ofendido con sus padres y con la gente de su pueblecito en la frontera occidental de Iowa porque simplemente no lo comprendían y mucho menos lo aceptaban. ¿Dónde está ese respeto a los derechos humanos y esa tolerancia hacia las diferencias de la que tanto hablaban? En realidad, eran los pobladores de esa urbanización rural quienes odiaban a muerte a Felipiño, no solo porque se pasaba la vida despotricando en contra de Dios, las Sagradas Escrituras y los creyentes, que eran la mayoría de los habitantes, sino porque el ya adulto Felipiño nunca había trabajado un solo día en su vida, era literalmente un parásito que consumía desmesuradamente y explotaba a sus ancianos padres, gente decente y muy trabajadora, como eran los lugareños.
Hacía años que había abandonado sus estudios y no había quien le mencionara la palabra trabajo. Sus padres le daban cobijo bajo el mismo techo y comida no le faltaba, además de que era hijo único y debía estar siempre cerca de sus padres. Cuando alguien se atrevía a mencionarle que era un vago y no trabajaba, se burlaba diciendo que él descansaba los viernes como los musulmanes, los sábados como los judíos y los domingos como los católicos, y que de lunes a jueves eran días para la meditación como hacían muchos políticos.
El asunto delicado era que Felipiño no comía postre al mediodía, sino que iba al corral donde sus padres criaban cerdos, ovejas, aves y hasta vacas, maltrataba a los indefensos animales y hacía escarnio de ellos, principalmente con las crías jóvenes y las hembras de cada especie.
Su conducta era la comidilla de todos los vecinos y hasta el Pastor de la diminuta iglesia había hablado sobre el asunto con los padres y había leído a Felipiño los versículos del Antiguo Testamento donde se condena con la muerte a los hijos rebeldes. Y Felipiño lo dejaba con la palabra en la boca. ¿Cómo se atreve un Pastor o ningún creyente a hablarle de religión a un ateo?
– ¡Es un degenerado! – murmuraban las mujeres jóvenes y no tan jóvenes cuando lo veían pasar.
Una mañana, o más bien un mediodía, despertó con la idea de crear una organización de ateos y él sería el Gran Líder de esa organización. “іAteos de todos los países, uníos!”, era su lema, parafraseando aquella traducción al inglés del Manifiesto del Partido Comunista, de Karl Marx y Friedrich Engels que terminaba diciendo “Workers of the world, unite! You have nothing to lose but your chains!”.
Pero nadie le hizo caso y él era no sólo el líder de la organización, sino el único miembro de ella. Aquel pueblecito era de gente muy piadosa y religiosa, y nadie iba a seguir a un ateo degenerado como ése, y así lo veían las otras personas.
Mario o alias Felipiño se cansó de la indiferencia y desprecio de la gente y fue en busca de seguidores en otras latitudes. Se le ocurrió pensar que México era un buen lugar porque había leído que a los mexicanos les gustaba hablar de revoluciones y habían apoyado en el pasado a líderes corruptos nacionales y extranjeros. Buscó en internet y encontró el nombre de un erudito que le podría asesorar en su movimiento internacional de ateísmo y quién sabe si ganarlo como un gurú para su causa. No lo pensó dos veces y compró pasajes con una tarjeta de crédito y sacó suficiente dinero en efectivo de la cuenta bancaria de sus padres.
En algún escrito en internet leyó que en Teonanácatl, un poblado de México, vivía un anciano que era uno de los hombres más eruditos del mundo en el tema del ateísmo y que quizás ese anciano podría apoyarle y aconsejarle en cómo liderar una organización mundial que reuniera a todos los ateos y, por supuesto, con Felipiño a la cabeza como el Gran Líder.
Pero en Teonanácatl se enteró de que el anciano, François Pérez, se había mudado desde muchos años atrás a las afueras de Nezahualcóyotl y Felipiño tomó varios autobuses hasta el lugar.
Felipiño llegó extenuado a Nezahualcóyotl y sólo allí comprendió que no era fácil encontrar al ateo erudito del que tanto le habían hablado. Por suerte los nezahualquenses eran gente solidaria y hospitalaria, y muchos se desvivían por ayudar al viajero pero pocos habían oído hablar de ese tal ateo erudito, así que algunos le indicaron a Felipiño que se dirigiera a las afueras de la ciudad bordeando Iztapalapa, otros le decían que el hombre posiblemente estuviera viviendo en el Distrito Federal de Ciudad de México, al sur.
Caminó y caminó Felipiño hasta que encontró una loma que ya no pertenecía a Nezahualcóyotl o Ciudad Neza y allí, ¡suerte!, estaba una casucha donde vivía el anciano erudito François Pérez.
– No me llamo François, sino Francisco, y me llamaban Panchito, pero de joven estudié un par de años en la Universidad de París llamada ahora Panthéon-Sorbonne, y desde entonces alguien en burla me empezó a llamar François. Pero soy Panchito. ¿En qué puedo ayudarlo?
El anciano apenas había levantado la cabeza de las páginas de un libraco para contestar a Felipiño, quien se había presentado como un solidario ateísta estadounidense:
— Todos los ateos debemos unirnos, y por eso estoy aquí…
El anciano no abandonó la lectura del libro que estaba escudriñando. Su casa tenía tantos libros como una biblioteca pública; la casucha tenía las paredes ocultas tras columnas de libros y la mesa de trabajo del erudito tenía amontonados no menos de quince volúmenes.
– Dígame, joven, supongo que ha leído a Diágoras de Melos o a Demócrito?
– No.
— ¿A Epicuro o a Platón, …a Filodemo de Gadara o a Pródico de Ceos?
– No creo.
– ¿Quizás a Critias, o a alguno de los autores de la Escuela Cirenaica griega o de la Escuela de Cārvāka de la India…?
Las pausas eran largas. El anciano esperaba un rato mientras mencionaba el siguiente nombre.
— Como le dije antes, los ateos debemos unirnos. Mi lema es “¡Ateos de todos los países, uníos!
– Entonces usted no ha leído a los antiguos ateístas clásicos. ¿Y qué me dice de las tesis de Ludwig Feuerbach o de Friedrich Nietzche en su crítica a la religión?
— Si los ateos nos unimos, podemos tener grandes logros contra la religión.
– No los ha leído. Por supuesto, tampoco ha leído a Jean Meslier o Kazimierz Lyszczyunski, anteriores, del siglo XVIII.
— No, no los conozco. Yo me enfoco más en las cosas modernas.
— ¿Entonces… Daniel Dennett, Jean Paul Sartre, Richard Dawkins, Sam Harris?
— Más modernos…
— ¿Más modernos…? ¿José Saramago?
— No, tampoco lo he leído…
El anciano hizo una larga pausa, esperando respuestas tardías de Felipiño.
— ¿Cómo dijo que se llama usted? ¿Mario Hämäläinen? ¿Por qué me hace perder el tiempo?
— No le hago perder el tiempo. Porque yo también soy ateo como usted, y debemos unirnos en la causa de los ateos, el ateísmo, contra la religión.
– Señor Hämäläinen: usted no es un ateo…
— ¡Claro que lo soy! ¡Yo soy ateo!
— Señor Hämäläinen, usted no es un ateo. Usted es un ignorante.
Y salió Felipiño cabizbajo y frustrado. Él se consideraba, después de todo, un auténtico ateo y mucho más cuando vio un letrero de un lugar donde los campesinos vendían sus animales y necesitaban un vigilante, pero no le interesaba trabajar en tierra extranjera, pues nunca lo había hecho en la propia. Era mejor regresar a su casa y meditar sobre lo injusta que la vida era con él y sobre cuál sería su vida cuando sus padres fallecieran y él heredara sus bienes. Lanzó un suspiro y caminó hacia la estación de trenes y autobuses.
Estupendo mensaje…bien logrado y exquisitamente…expresado
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